jueves, 16 de junio de 2011

Guía para abordar los cuentos de Mario Benedetti (prof. María Noel Cardozo. Literatura)


Literatura. 3º año. Profesora María Noel Cardozo.

Mario Benedetti:

“Montevideanos” y “Primavera con una esquina rota”

Ficha de estudio para abordar los cuentos del autor seleccionados para el curso 2011.


Para los cuentos del libro “Montevideanos”
Esta ficha tiene el propósito de guiar el análisis que los estudiantes deben realizar de los cuentos. Aplicar esta guía de tal forma que no se pueda identificar los puntos que se detallan a continuación (es decir, elaborar un texto, dividido en párrafos, distribuyendo adecuadamente el contenido del análisis)

GUÍA:

Ø      Comprensión lectora: lectura completa de los cuentos y uso del diccionario.
Ø      Argumento de los cuentos.
Ø      Analizar y clasificar título.
Ø      Clasificar narrador, fundamentando con el texto.
Ø      Estudio de los personajes principales. Retrato, vinculación (parentesco, amistad, etc.) entre los diferentes personajes, rasgos que los caracterizan (forma de pensar, de hablar, de comportarse, etc.)
Ø      Reconocer aspectos significativos de la trama vinculados a lo que hacen los personajes, cómo se comportan o reaccionan.
Ø      Desenlace del cuento en relación a los personajes: cómo actúan, cómo se ven afectados, etc.
Ø      Buscar recursos literarios: reconocer, citar y explicarlos a lo largo de todo el cuento (no al final sino a medida que se vayan presentando en el cuento).


Para los cuentos del libro “Primavera con una esquina rota”, luego de leer todos los cuentos seleccionados, responder las siguientes preguntas:

Ø      ¿Quién es el narrador?
Ø      Características del narrador: cómo habla, cómo relaciona los temas, su forma peculiar de ver el mundo.
Ø      ¿Quién es Graciela?
Ø      ¿Dónde está el papá? ¿Qué le pasó?
Ø      ¿Cuáles son los espacios que frecuenta el narrador y le sirven para comparar con el resto del mundo?
Ø      ¿Qué efecto provocan las conclusiones del narrador?


jueves, 26 de mayo de 2011

Literatura 3er año- Textos de Gabriel García Márquez "La luz es como el agua", "Espantos de agosto" y "La soledad de América Latina" (profesora María Noel Cardozo)

Aquí podrás leer tres textos de Gabriel García Márquez
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“La luz es como el agua”.
Perteneciente a Doce cuentos peregrinos.
Gabriel García Márquez
 
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la
casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
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"Espantos de agosto"

Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal —dijo ella— porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del mediodía, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
-El más grande —sentenció— fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandona­dos a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Fiero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.


Gabriel García Márquez. Del libro: "Doce cuentos peregrinos” (Octubre 1980)

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La soledad de América Latina
Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982. Gabriel García Márquez

                Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
                Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
                La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
                Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
                De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
                Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
                Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
                No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
                América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
                No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
                Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
                Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
                Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
                Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada.             La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
                En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
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EL OLOR DE LA GUAYABA - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
(Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza)

                Aquella casa donde él vivió de niño no era, en realidad, la de sus padres, sino la de sus abuelos maternos. Circunstancias muy espe­ciales habían hecho de él un niño extraviado en un universo de gentes mayores, abrumadas por recuerdos de guerras, penurias y esplen­dores de otros tiempos. Luisa, su madre, ha­bía sido una de las muchachas bonitas del pue­blo. Hija del coronel Márquez, un veterano de la guerra civil respetado en toda la región, había sido educada en una atmósfera de seve­ridad y pulcritud, muy castellana por cierto, propia de las viejas familias de la región, que de esta manera marcaban distancias con los advenedizos y forasteros.
Pasando por alto tales distancias, el hom­bre que vino una tarde a pedir tranquila y ce­remoniosamente la mano de Luisa, era uno de aquellos forasteros que suscitaban recelos en la familia. Gabriel Eligio García había lle­gado a Aracataca como telegrafista, luego de abandonar sus estudios de medicina en la Uni­versidad de Cartagena. Sin recursos para llevar a término su carrera, había decidido asumir aquel destino de empleado público y casarse. Después de pasar revista mentalmente a todas las muchachas del pueblo, decidió pedir la mano de Luisa Márquez: era bonita y muy seria, y de una familia respetable. Así que, obs­tinado, se presentó a la casa para proponerle matrimonio, sin haberle dicho o escrito antes una sola palabra de amor. Pero la familia se opuso: Luisa no podía casarse con un telegra­fista. El telegrafista era oriundo de Bolívar, un departamento de gentes muy estridentes y desenfadadas que no tenían. el rigor y la com­postura del coronel y su familia. Para colmo, García era conservador, partido contra el cual, a veces con las armas, el coronel había luchado toda su vida.
A fin de distanciarla de aquel pretendiente, Luisa fue enviada con su madre a un largo viaje por otras poblaciones y remotas ciudades de la costa. De nada sirvió: en cada ciudad había una telegrafía, y los telegrafistas, cóm­plices de su colega de Aracataca, le hacían llegar a la muchacha los mensajes de amor que éste le transmitía en código Morse. Aquellos telegramas la seguían a donde fuere, como las mariposas amarillas a Mauricio Babilonia.
Ante tanta obstinación, la familia acabó por ceder. Después del matrimonio, Gabriel Eligio y Luisa se fueron a vivir a Riohacha, una vieja ciudad a orillas del Caribe, en otro tiempo asediada por los piratas.
A petición del coronel, Luisa dio a luz su primer hijo en Aracataca. Y quizá para apagar los últimos rescoldos del resentimiento susci­tado por su matrimonio con el telegrafista, dejó al recién nacido al cuidado de sus abue­los. Así fue como Gabriel creció en aquella casa, único niño en medio de innumerables mujeres (…)

Desde luego, el personaje más importante de la casa era el abuelo de Gabriel. A la hora de las comidas, que congregaban no sólo a to­das las mujeres de la casa sino también a amigos y parientes llegados en el tren de las once, el viejo presidía la mesa. Tuerto por cau­sa de un glaucoma, con un apetito sólido, una panza prominente y una vigorosa sexualidad que había dejado su semilla en docenas de hijos naturales por toda la región, el coronel Márquez era un liberal de principios; muy  res­petado en aquel pueblo. El único hombre que en su vida llegó a injuriarle, había sido muerto por él de un solo disparo. (…)

El viejo y parsimonioso coronel concedía a su nieto la mayor importancia. Le escuchaba, respondía todas sus preguntas. Cuando no sa­bía contestarle, le decía: «Vamos a ver qué dice el diccionario.» (Desde entonces, Gabriel aprendió a mirar con respeto aquel libro polvoriento que contenía la respuesta a tantos enigmas.)
Cada vez que un circo levantaba su carpa en el pueblo, el viejo llevaba al niño de la mano para enseñarle gitanos, trapecistas y dromedarios; y alguna vez hizo abrir para él una caja de pargos congelados para revelarle el misterio del hielo.(…)

Los suyos
-Háblame de tu abuelo. ¿Quién era, cómo fue la relación con él?
-El coronel Nicolás Ricardo Márquez Me­jía, que era su nombre completo, es tal vez la persona con quien mejor me he entendido y con quien mejor comunicación he tenido ja­más, pero a casi cincuenta años de distancia tengo la impresión de que él nunca fue cons­ciente de eso. No sé por qué, pero esta supo­sición, que surgió en mí por los tiempos de mi adolescencia, me ha resultado siempre trau­mática. Es como una frustración, como si es­tuviera condenado para siempre a vivir con una incertidumbre que debía ser aclarada, y que ya no lo será nunca, porque el coronel murió cuando yo tenía ocho años. No lo vi morir, porque yo estaba en otro pueblo por esos días, lejos de Aracataca, y ni siquiera me dieron la noticia de un modo directo, sino que la oí comentar en la casa donde estaba. Re­cuerdo que no me causó ninguna impresión. Pero en toda mi vida de adulto, cada vez que me ocurre algo, sobre todo cada vez que me sucede algo bueno, siento que lo único que me falta para que la alegría sea completa, es que lo sepa el abuelo. De modo que todas mis alegrías de adulto han estado y seguirán es­tando para siempre perturbadas por ese ger­men de frustración. (…)

-¿Hay algún personaje de tus libros que se parezca a él?
-El único personaje que se parece a mi abuelo es el coronel sin nombre de La hoja­rasca. Más aún: es casi un calco minucioso de su imagen y su carácter, aunque tal vez esto sea muy subjetivo, porque no está descrito en la novela y es muy probable que el lector ten­ga de él una imagen distinta de la mía. Mi abuelo había perdido un ojo de una manera que siempre me pareció demasiado literaria para ser contada: estaba contemplando desde la ventana de su oficina un hermoso caballo blan­co, y de pronto sintió algo en el ojo izquierdo, se lo cubrió con la mano, y perdió la visión sin dolor. Yo no recuerdo el episodio, pero lo oí contar de niño muchas veces, y mi abuela de­cía siempre al final: «Lo único que le quedó en la mano fueron las lágrimas.» Ese defecto físico está traspuesto en el personaje de La hojarasca: el coronel es cojo. No recuerdo si lo digo en la novela, pero siempre he pensado que el problema de esa pierna surgió de una herida de guerra. La guerra civil de los Mil Días, que fue la última de Colombia en los primeros años de este siglo, y en la cual mi abuelo obtuvo el grado de coronel revolucio­nario del lado del partido liberal.
El recuerdo más impresionante que tengo, de mi abuelo tie­ne que ver con eso: poco antes de su muerte, no sé por qué motivo, el médico le estaba ha­ciendo un examen en la cama, y de pronto se detuvo ante una cicatriz que tenía muy cerca de la ingle. Mi abuelo le dijo: «Eso es un ba­lazo.» Muchas veces me había hablado de la guerra civil, y de ahí surgió el interés que apa­rece en todos mis libros por ese episodio his­tórico, pero nunca me había dicho que aquella cicatriz era causada por una bala. Cuando se lo dijo al médico, para mí fue como la reve­lación de algo legendario y heroico. (…)

-¿Cómo ves la relación que has tenido con tu madre?
-El distintivo de mi relación con mi ma­dre, desde muy niño, ha sido el de la seriedad. Es tal vez la relación más seria que he tenido en mi vida, y creo que no existe nada que ella y yo no podamos decirnos ni ningún tema que no podamos tratar, pero casi siempre lo hemos hecho, más que con un sentido de intimidad, con un cierto rigor que casi podría conside­rarse profesional. Es una concepción difícil de explicar, pero es así. Tal vez esto se debe a que empecé a vivir con ella y con mi padre cuando ya yo tenía uso de razón -después de que murió mi abuelo-, y mi entrada en la casa debió ser para ella como la de alguien con quien podía entenderse, en medio de sus hijos numerosos, todos menores que yo, y quien la ayudaba a pensar los problemas domésticos, que eran muy arduos y nada gratos, dentro de una pobreza que en cierto momento llegó a ser extrema. Además, nunca tuvimos ocasión de vivir bajo el mismo techo por mucho tiem­po continuo, porque a los pocos años, cuando yo cumplí doce, me fui para el colegio, primero en Barranquilla y después en Zipaquirá, y des­de entonces hasta hoy sólo nos hemos visto en visitas breves, primero durante las vaca­ciones escolares, y después cada vez que voy a Cartagena, que nunca es más de una vez al año y nunca por más de quince días. Esto, sin remedio, crea una cierta distancia en el trato, un cierto pudor que encuentra su expresión más confortable en la seriedad. Ahora bien: desde hace unos doce años, cuando empecé a tener recursos para hacerlo, la llamo por telé­fono todos los domingos a la misma hora, des­de cualquier parte del mundo, y las muy pocas veces en que no lo he hecho ha sido por impo­sibilidades técnicas. No es que yo sea buen hijo, como se dice, ni mejor que cualquier otro, sino que siempre he considerado que esa lla­mada dominical forma parte de la seriedad de nuestras relaciones. (…)

-¿Es cierto que ella descubre fácilmente las claves de tus novelas?
-Sí, de todos mis lectores, ella es el que en realidad tiene más instinto, y desde luego mejores datos para identificar en la vida real a los personajes de mis libros. No es fácil, porque casi todos mis personajes son como rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas, y por supuesto con piezas de mí mismo. El mérito de mi madre es que ella tiene en este terreno la misma destreza que tienen los arqueólogos cuando logran re­construir un animal prehistórico completo a partir de una vértebra encontrada en una ex­cavación.  (…)

-Nunca hablas de tu padre. ¿Cómo lo re­cuerdas? ¿Cómo lo ves hoy?
-Cuando cumplí treinta y tres años, tomé conciencia de pronto de que ésa era la edad de mi padre cuando lo vi entrar por primera vez en la casa de mis abuelos. Lo recuerdo muy bien, porque era el día de su cumpleaños, y alguien dijo: «Cumples la edad de Cristo.» Era un hombre esbelto, moreno, dicharachero y simpático, con un vestido entero de dril blanco y un sombrero canotier. Un perfecto caribe de los años treinta. Lo raro es que ahora tiene ochenta años, muy bien llevados en todo sen­tido, y no logro verlo como es en realidad, sino como lo vi aquella primera vez en casa de mis abuelos. Hace poco, él le dijo a un amigo que yo me creía como esos pollos que, según dicen, son engendrados sin la participación del gallo. Lo decía de muy buen modo y con su buen sentido del humor, como un reproche porque yo siempre hablo de mis relaciones con mi madre, y pocas veces hablo de él. Tiene razón. Pero el motivo real de esa exclusión es que lo conozco muy poco, y en todo caso mucho me­nos que a mi madre. Sólo ahora, cuando ya casi tenemos la misma edad, como le digo a veces, hemos establecido una comunicación tranquila. Creo tener una explicación. Cuando llegué a vivir con mis padres, a los ocho años, yo llevaba una imagen paterna muy bien sen­tada: la imagen del abuelo. Y mi padre es no sólo muy distinto del abuelo, sino casi todo lo contrario. Su carácter, su sentido de la auto­ridad, su concepción general de la vida y de su relación con los hijos eran por completo diferentes. Es muy probable que yo, a la edad que tenía entonces, me hubiera sentido afec­tado por aquel cambio tan brusco. El resultado fue que nuestras relaciones hasta mi adoles­cencia fueron para mí muy difíciles, y siempre por culpa mía: nunca me sentía seguro de cuál debía ser mi comportamiento ante él, no sabía cómo complacerlo, y él era entonces de una severidad que yo confundía con la incompren­sión. Sin embargo, creo que ambos lo resol­vimos muy bien, porque nunca, en ningún mo­mento y por ningún motivo, tuvimos un tro­piezo serio.
En cambio, creo que muchos elementos de mi vocación literaria me vienen de él, que escribió versos en su juventud, y no siempre clandestinos, y que tocaba muy bien el violín cuando era el telegrafista de Aracataca. Le ha gustado siempre la buena literatura, y es un lector tan voraz, que cuando uno llega a la casa no tiene que preguntar dónde está, por­que todos lo sabemos: está leyendo en su dor­mitorio, que es el único lugar tranquilo en una casa de locos, donde no se sabe nunca (…)

-Todos tus amigos sabemos el papel que ha jugado en tu vida Mercedes. Cuéntame dón­de la conociste, cómo te casaste con ella y sobre todo cómo has logrado eso tan raro que es un matrimonio feliz.
-A Mercedes la conocí en Sucre, un pueblo del interior de la costa Caribe, donde vivieron nuestras familias durante varios años, y donde ella y yo pasábamos nuestras vacaciones. Su padre y el mío eran amigos desde la juventud. Un día, en un baile de estudiantes, y cuando ella tenía sólo trece años, le pedí sin más vuel­tas que se casara conmigo. Pienso ahora que la proposición era una metáfora para saltar por encima de todas las vueltas y revueltas que había que hacer en aquella época para conseguir novia. (…) Ahora estamos a punto de cumplir veinticinco años de casados, y en ningún mo­mento hemos tenido una controversia grave. Creo que el secreto está en que hemos seguido entendiendo las cosas como las entendíamos antes de casarnos (…)

-Tus amigos: ¿Qué representan ellos en tu vida? ¿Has logrado conservar todas tus amis­tades de juventud?
-Algunas se me han ido quedando regadas en el camino, pero las esenciales en mi vida han sobrevivido a todas las tormentas (…) En los últimos quince años, cuando la fama me ha caído encima como algo no bus­cado e indeseable, mi trabajo más difícil ha sido la preservación de mi vida privada. Lo he logrado, más restringida y vulnerable que antes, pero lo suficiente para que quepa en ella lo único que a fin de cuentas me interesa de veras en la vida, que son los afectos de mis hijos y de mis amigos. Viajo mucho por el mundo, pero siempre el interés primordial de esos viajes es encontrarme con mis amigos de siempre, que además no son muchos (…)

-Tienes una magnífica relación con tus dos hijos. ¿Cuál es la fórmula?
-Mis relaciones con mis hijos son excep­cionalmente buenas, como tú dices, por lo mis­mo que te he dicho de la amistad. Por muy consternado, desbordado, distraído o cansado que esté, siempre he tenido tiempo para hablar con mis hijos, para estar con ellos desde que nacieron. En nuestra casa, desde que nuestros hijos tienen uso de razón, todas las decisiones se discuten y se resuelven de común acuerdo. Todo se maneja con cuatro cabezas. No lo hago por sistema, ni porque piense que es un méto­do mejor o peor, sino porque descubrí de pron­to, cuando mis hijos empezaron a crecer, que mi verdadera vocación es la de padre: me gusta serlo, la experiencia más apasionante de mi vida ha sido la de ayudar a crecer a mis dos hijos, y creo que lo que he hecho mejor en la vida no son mis libros sino mis hijos. Son como dos amigos nuestros, pero criados por nosotros mismos. (…)

El oficio
Empecé a escribir por casualidad, quizá sólo para demostrarle a un amigo que mi ge­neración era capaz de producir escritores. Des­pués caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir.

-Has dicho que escribir es un placer. Tam­bién has dicho que es un sufrimiento. ¿En qué quedamos?
-Las dos cosas son ciertas. Cuando estaba comenzando, cuando estaba descubriendo el oficio, era un acto alborozado, casi irrespon­sable. En aquella época, recuerdo, después de que terminaba mi trabajo en el periódico, ha­cia las dos o tres de la madrugada, era capaz de escribir cuatro, cinco, hasta diez páginas de un libro. Alguna vez, de una sola sentada, es­cribí un cuento.
-¿Y ahora?
-Ahora me considero afortunado si puedo escribir un buen párrafo en una jornada. Con el tiempo el acto de escribir se ha vuelto un sufrimiento.
-¿Por qué? Uno diría que con el mayor dominio que tienes del oficio, escribir debe re­sultarte más fácil.
-Lo que ocurre simplemente es que va aumentando el sentido de la responsabilidad. Uno tiene la impresión de que cada letra que escribe tiene ahora una resonancia mayor, que se afecta a mucha más gente.
-Quizás es una consecuencia de la fama. ¿Tanto te incomoda?
-Me estorba, lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas. Detesto convertirme en espectáculo público. De­testo la televisión, los congresos, las conferen­cias, las mesas redondas... (…)

-¿Cuál es, en tu caso, el punto de partida de un libro?
-Una imagen visual. En otros escritores, creo, un libro nace de una idea, de un concepto. Yo siempre parto de una imagen. La siesta del martes, que considero mi mejor cuento, surgió de la visión de una mujer y de una niña ves­tidas de negro y con un paraguas negro, caminando bajo un sol ardiente en un pueblo de­sierto. La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro. El punto de partida de El coronel no tiene quien le escriba es la ima­gen de un hombre esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La esperaba con una especie de silenciosa zozobra. Años des­pués yo me encontré en París esperando una carta, quizás un giro, con la misma angustia, y me identifiqué con el recuerdo de aquel hom­bre.
-¿Y cuál fue la imagen visual que sirvió de punto de partida para Cien años de soledad?
-Un viejo que lleva a un niño a conocer  el hielo exhibido como curiosidad de circo.
-¿El hecho está tomado de la realidad?
-No directamente, pero sí está inspirado en ella. Recuerdo que, siendo muy niño, en Ara­cataca, donde vivíamos, mi abuelo me llevó a conocer un dromedario en el circo. Otro día, cuando le dije que no había visto el hielo, me llevó al campamento de la compañía bananera, ordenó abrir una caja de pargos congelados y me hizo meter la mano. De esa imagen parte todo Cien años de soledad. (…)

-¿Corriges mucho?
-En ese aspecto, mi trabajo ha cambiado mucho. Cuando era joven, escribía de un tirón, sacaba copias, volvía a corregir. Ahora voy corrigiendo línea por línea a medida que escri­bo, de suerte que al terminar la jornada tengo una hoja impecable, sin manchas ni tachadu­ras, casi lista para llevar al editor.
-Entonces, ¿todo lo que pones en tus li­bros tiene una base real?
-No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad.
-¿Estás seguro? En Cien años de soledad ocurren cosas bastante extraordinarias. Reme­dios la Bella sube al cielo. Mariposas, amari­llas revolotean en torno a Mauricio Babilonia...
-Todo ello tiene una base real.
-Por ejemplo...
-Por ejemplo, Mauricio Babilonia. A mi casa de Aracataca, cuando yo tenía unos cinco años de edad, vino un día un electricista para cambiar el contador. Lo recuerdo como si fue­ra ayer porque me fascinó la correa con que se amarraba a los postes para no caerse. Vol­vió varias veces. Una de ellas, encontré a mi abuela tratando de espantar una mariposa con un trapo y diciendo: «Siempre que este hom­bre viene a casa se mete esa mariposa amari­lla.» Ese fue el embrión de Mauricio Babilonia.
-¿Y Remedios la Bella? ¿Cómo se te ocu­rrió enviarla al cielo?
-Inicialmente había previsto que desapa­reciera cuando estaba bordando en el corre­dor de la casa con Rebeca y Amaranta. Pero este recurso, casi cinematográfico, no me pa­recía aceptable. Remedios se me iba a quedar de todas maneras por allí. Entonces se me ocu­rrió hacerla subir al cielo en cuerpo y alma. ¿El hecho real? Una señora cuya nieta se había fugado en la madrugada y que para ocultar esta fuga decidió correr la voz de que su nieta se había ido al cielo. (….)

 (Selección de fragmentos de la profesora María Noel Cardozo)

martes, 3 de mayo de 2011

Literatura- "El gato"- cuento de Mario Arregui (profesora María Noel Cardozo)

Aquí les dejamos el texto del autor uruguayo Mario Arregui titulado "El gato"
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El gato, cuento de Noche de San Juan y otros cuentos. Mario Arregui. 

            "Yo te voy a curar, patrón, porque no estoy bautizada" —era la frase más suya (y más notoria y esperada) de la negra Asunción, la curandera (benzedora, principalmente) de aquel caserío muy pequeño y perdido y del que pocos guardan memoria. Cuando su predicción se cumplía, la negra no aceptaba paga ni regalo alguno; simplemente, impartía o recordaba una orden que nadie dejaba de acatar: el convaleciente debía ir, a pie, al pueblo vecino y oír misa y comulgar. Cuando —raras veces— su cencia fallaba y el enfermo moría, la negra se encerraba en su rancho y no reaparecía hasta muchas horas después del entierro. De la chimenea del rancho —un boquete central en el techo de totora— emergía en esas ocasiones una pesada, oscura columna de humo. El olor acre y singular de ese humo noticiaba a los habitantes de los campos vecinos, a los cazadores de bichos, a los desertores y matreros del monte, que un paciente de la negra Asunción había muerto en el caserío.
            El caserío se empinaba en la cuchilla y descendía, desgranándose, hasta el monte y el río. Allí, ya en la sombra de los primeros árboles salvajes, estaba el rancho de Asunción. Bambúes y enredaderas lo ocultaban; plantas extrañas, yuyos medicinales y legumbres crecían junto a sus ciegas paredes de barro y cañas; la puerta, una abertura baja y estrecha tapada con un cuero. En verdad, más que un rancho era una choza, como si la negra —que por sí sola lo había construido— recordara con el color de su piel las nunca vistas viviendas de sus antepasados africanos. Y los años y los remiendos habían ido dándole un parecido cada vez mayor con las grandes chozas circulares de la selva.
            Asunción no era joven pero tampoco vieja: tenía una edad indefinida, marginal, estática... aunque, sin duda,  muchos inviernos habían ensoberbecido el río desde el día en que, en aquella misma orilla, una esclava fugada la pariera sin ayuda de nadie. Era alta, enjuta, de huesos fuertes, con un cuerpo de hombre que, sin embargo, nada tenía ni llevaba de hombruno o viril. Grandes, casi demasiado grandes y con uñas planas y rosáceas, las manos y los pies; pequeño y redondeado el cráneo. La piel muy negra; la nariz corta y aplastada; los ojos vastos y como con luz nocturna; suaves y sinuosos los rasgos del rostro.
            Había sido joven y bella: dueña de caderas largas y escurridas, bellamente abatidas, de una brevísima cintura cilíndrica y de altos, puntudos, guerreros senos de metal negro.
            Había tenido hombres: hombres negros y blancos que —serios, furtivos, solitarios— llegaban en los atardeceres —a veces desde muy lejos y con cierta periodicidad lunar— a la choza de barro y cañas, como animales atraídos secretamente por el olor de la hembra en celo. Hombres que llegaban a pie y partían sin que nadie los viera, y otros cuyos caballos, atados en la espesura del monte, relinchaban de hambre, de impaciencia y de sed. No faltaba en el caserío quien afirmara que, más de una vez, hubo duelos a cuchillo en las inmediaciones de la choza; e incluso se decía que algún cadáver, despojado de sus vísceras para que no sobrenadara, había sido arrojado al río.
            Asunción nunca tuvo hijos: es fama que se internaba en el monte y que —sola, a voluntad— abandonaba allí un feto sanguinolento y, después de bañarse en el río, regresaba a su choza con el andar cadencioso y prolijo de siempre — los pasos que tan nítidamente marcaban sus muslos finos y ahusados en la saya de percal.
            Se decía en el caserío que la negra, de joven, había merodeado las batallas de las guerras civiles; se decía que había bebido sangre humana y que había satisfecho, en el pasto ensangrentado, los últimos deseos eróticos de hombres malheridos. Se decía también, en voz baja, que en las noches sin luna solía visitar el camposanto.
            Los años apretaron a Asunción sobre sus huesos, quitándole carne y sexo pero sin acercarla al sexo contrario. Era, por el tiempo en que en realidad empieza este cuento, un ser huraño, ensimismado, invariable. . . Vivía solitaria en su choza, a donde ya no llegaban hombres, y a veces, si ningún paciente la necesitaba, se perdía por días y noches en lo más hondo del monte. Sus pasos seguían siendo rítmicos, pero su andar era ahora un deslizarse envainado, con algo de sombra. Su cara negra y cerrada sólo se alteraba, alojando cierta cosa móvil más indescifrable aún, en el momento en que no pronunciaba frente a un enfermo aquella frase tan suya que todos esperaban; rígidamente y en silencio, giraba entonces sobre sí misma y se iba sin mirar a nadie —y todos sabían que era la hora de acogotar la esperanza...

***
            Una tarde (una tarde como tantas en que volvía del monte cargada de hierbas y leña) la negra Asunción encontró, tiritando y gimiendo en medio del sendero, un gatito de pocos días — un miserable gatito barcino que su madre, una gata mansa y sarnosa, había perdido o abandonado a la hora de la siesta. La negra dejó caer su carga y se acuclilló y lo miró largamente, con una atención sostenida y sumisa en sus vastos ojos, y luego lo recogió y continuó su camino. Algunos que la vieron no dejaron de asombrarse, porque ella siempre había vivido como si los animales no existieran en el mundo.
            Desde esa tarde, la crianza de aquel gatito fue la extraña misión que canalizó su vivir. Con él en los brazos, partía en las noches hacia los campos; grandes vacas chúcaras, húmedas de rocío, la veían acercarse; ella les hablaba y las vacas mugían temerosas pero no huían; la negra las ordeñaba y la leche caía en el pasto y el gatito bebía. Llegaba Asunción, en las madrugadas, al matadero; con voz queda, pedía sangre; los carneadores la dejaban hacer; acercaba un jarro de barro al degolladero de las bestias, derramaba la sangre humeante en el suelo y el gatito bebía y a veces se revolcaba en ella. En el campo y el monte, la negra cazaba víboras, mulitas, ratones. . . cavaba las cuevas de las lechuzas, trepaba a los árboles por los pichones de los pájaros. . .
            El gatito creció y fue un gato como todos, sólo quizás algo más grande y gordo, algo más feroz en el mirar. Era un animal pesado y triste, con ojos de un verde acuoso donde destellos metálicos temblaban como enredados. Andaba siempre detrás de la negra y no parecía advertir las gatas en celo.
            Asunción persistía en alimentarlo con gran cuidado y de un modo progresivamente raro. Si bien ya no saqueaba en las noches las grandes vacas chúcaras, reaparecía muy a menudo por el matadero; ahora no sólo pedía sangre sino que además esperaba que las reses fueran abiertas, para extraer un trozo de carne, el corazón, una víscera secreta, una entraña que escondía a los ojos de los carneadores... También hacía en su choza misteriosos cocimientos, y el humo que emergía de la chimenea olía con olores desconocidos.
            El gato siguió creciendo: creciendo y deformándose, como si pugnara en él una monstruosidad. Su pelo, poco a poco, fue atigrándose; todo él parecía a veces un tigre enano y deforme.
            Los habitantes del caserío seguían con inquietud la transformación que la cencia de la negra iba operando en el animal. Ella, hundida en su labor, se hacía día a día más esquiva, más salvaje. Solía perderse, como antes, por días y noches en lo más hondo del monte; pero ahora regresaba fatigada, a pasos lentos, con el gran gato exhausto en los brazos. Sus ropas, por entonces, consistían sólo en harapos que cubrían apenas la piel seca y renegrida: había dado en adornarse con dientes y huesecillos de animales; cuando hablaba (cuando se veía obligada a hablar), su voz sonaba sordamente de un metal de otra raza, como una moneda falsa. Era ya muy difícil hacerla comparecer junto al lecho de los enfermos.
            El gato se mostraba cada vez más cargado de algo poderoso, más como próximo a estallar. Una especie de fiebre lo poseía por momentos, generalmente en las horas altas del sol. A veces se sacudía maullando y se revolcaba y se mordía, como si su piel lo oprimiera. Otras veces caía en largas postraciones de las que salía, de golpe, con un temblor convulsivo y dos o tres gritos roncos que parecían responder a llamados que sólo él oía. Sus maullidos, en los atardeceres y las noches, subían hasta notas muy agudas y allí se quebraban y se arrastraban después en ásperos, balbucientes rugidos. A menudo daba saltos sin objeto ni sentido, y olfateaba y mordía el viento que llegaba del norte, y lanzaba zarpazos al aire, y emprendía fugas que interrumpía, casi en seguida, para volver lentamente y con un aire abatido, suplicante, entregado, al lado de la negra. Cada vez era menos un gato y más un pequeño tigre; ferocidad y nostalgia arreciaban en sus ojos.

***
             Muchos días, demasiados, duraba la desaparición de la negra. Nadie la había visto en el monte; la chimenea de la choza no emitía sus habituales columnas de humo; los maullidos del gato no rasgaban el aire... Varios hombres se acercaron a la choza de barro y cañas, un mediodía. Dieron voces: silencio; sólo el secreteo del viento en los bambúes. Dos de ellos avanzaron; un olor inconfundible los hizo mirarse entre si. Levantaron el cuero que tapaba la abertura que era la puerta. Un haz de luz bajaba a plomo del boquete central del techo de totora. Los hombres vieron sangre seca, algún girón de carne, huesos roídos. . . En un rincón, casi fosforescente en la penumbra, el enorme gato —más exactamente, el enano, monstruoso tigre asesino— mordisqueaba con inocencia el cráneo de la negra bruja

jueves, 31 de marzo de 2011

Literatura- Textos de Mario Benedetti (profesora María Noel Cardozo)

Desde aquí podrás leer los siguientes textos del autor Mario Benedetti: "Corazonada", "Las estaciones", "Los aeropuertos", "Los pocillos", "Los rascacielos", "Polución", "Puntero izquierdo", "Se acabó la rabia" y "Una palabra enorme".
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Corazonada. Mario Benedetti, del libro Montevideanos.

Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. «Vengo por el aviso», dije. «Ya lo sé», gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.

Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como. «Buenos días.» «¿Su nombre?» «Celia.» «¿Celia qué?» «Celia Ramos.» Me barrió de una mirada. La pipeta. «¿Referencias?» Dije tartamudeando la primera estrofa: «Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraiíaga 3362, sin teléfono.» Ningún gesto. «¿Motivos del cese?» Segunda estrofa, más tranquila: «En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, trabajo de mula.» «Aquí», dijo ella, «hay bastante que hacer». «Me lo imagino. » « Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. » «Sí señora. » Me estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. «¿Edad?» «Diecinueve.» «¿Tenés novio?» «Tenía.» Subió las cejas. Aclaré por las dudas: «Un atrevido. Nos peleamos por eso.» La Vieja sonrió sin entregarse. «Así me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni de mover el trasero.» Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. «En casa y fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?» «Sí señora. » ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de oca¡ y rumi que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del diario para investigarme como cosa suya. juro que obedecí a la Señora en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras tanto no es posible sofocar mi naturaleza. 0 sea que el muchacho se impresionó. Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, pormigo misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. «Hay otra muchacha» había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya estaba solita para todo rubro. «Yo y mi hija ayudamos», había agregado. A ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré. A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos, jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo para mí y aguantase piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: «Ya verás, putita», cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le dije: «Usted a mí no me pega, ¿sabe?» y allí nomás demostró lo contrario. Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: «Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx».

La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo pretendía. Allí tuve una corazonada- «No pretendo nada, porque lo que yo querría no puedo pretenderlo. »
Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante, lo suficiente para meter la pata. «¿ Por qué? », dijo a gritos, «si ése es el motivo, te prometo que ... » Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo, le pregunté: «Vos sí... pero, ¿y tu familia? » «Mi familia soy yo», dijo el pobrecito.

Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos, revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don Celso había contestado: «Lo que faltaba. » Pero después se ablandó. Un tipo pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. «Está como loca», dijo el Tito, «no sé qué hacer». Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola, porque don Ceiso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su barrita de La Vascongada. 0 sea que a las siete me fui a un monedero y llamé al nueve siete cero tres ocho. «Hola», dijo ella. U misma voz gangosa, impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la toalla como turbante en la cabeza. «Habla Celia», y antes de que colgara: «No corte, señora, le interesa.» Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban. Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso guardaba en su escritorio. Silencio. «Bueno, la tengo yo.» Después le pregunté si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. «Bueno, también la tengo yo.» Esperé por las dudas, pero nada. Entonces dije: «Piénselo, señora» y corté. Fui yo la que corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la puerta gritó: « ¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja! » Claro que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. «No se opone pero exige que no vengas a casa. » ¿Exige? ¡las cosas que hay que oír! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: «No creas que salís ganando. Abrazos, Ester.»
En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o ignorarme o ponerme en vereda.

Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. «¿Qué tal, cómo le va?» Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de nailon, le contesté tranquila: «Yo bien, ¿y usted, mamá? »


BEATRIZ (Las estaciones). Mario Benedetti, del libro Primavera con una esquina rota

Las estaciones son por lo menos invierno, primavera y  verano. El invierno es famoso por las bufandas y la nieve. Cuando los viejecitos y las viejecitas tiemblan en invierno se dice que tiritan. Yo no tirito porque soy niña y no viejecita y además porque me siento cerca de la estufa. En el invierno de los libros y las películas hay trineos, pero aquí no. Aquí tampoco hay nieve. Qué aburrido es el invierno aquí. Sin embargo, hay un viento grandioso que se siente sobre todo en las orejas. Mi abuelo Rafael dice a veces que se va a retirar a sus cuarteles de invierno. Yo no sé por qué no se retira a cuarteles de verano.
Tengo la impresión de que en los otros va a tiritar porque es bastante anciano. Jamás hay que decir viejo sino anciano. Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en todo caso debe decir anciana de mierda.
Otra estación importante es la primavera. A mi mamá no le gusta la primavera porque fue en esa estación que aprehendieron a mi papá. Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía. A mi papá lo aprehendieron con hache y como era primavera estaba con un pulóver verde. En la primavera también pasan cosas lindas como cuando mi amigo Arnoldo me presta el monopatín. Él también me lo prestaría en invierno pero Graciela no me deja porque dice que soy propensa y me voy a resfriar. En mi clase no hay ningún otro propenso. Graciela es mi mami. Otra cosa buenísima que tiene la primavera son las flores.
El verano es la campeona de las estaciones porque hay sol y sin embargo no hay clases. En el verano las únicas que tiritan son las estrellas. En el verano todos los seres humanos sudan. El sudor es una cosa más bien húmeda. Cuando una suda en invierno es que tiene por ejemplo bronquitis. En el verano a mí me suda la frente. En el verano los prófugos van a la playa porque en traje de baño nadie los reconoce. En la playa yo no tengo miedo de los prófugos pero sí de los perros y de las olas.
Mi amiga Teresita no tenía miedo de las olas, era muy valiente y una vez casi se ahogó. Un señor no tuvo más remedio que salvarla y ahora ella también tiene miedo de las olas pero todavía no tiene miedo de los perros.
Graciela, es decir mi mami, porfía y porfía que hay una cuarta estación llamada el otoño. Yo le digo que puede ser pero nunca la he visto. Graciela dice que en el otoño hay gran abundancia de hojas secas. Siempre es bueno que haya gran abundancia de algo aunque sea en el otoño. El otoño es la más misteriosa de las estaciones porque no hace ni frío ni calor y entonces uno no sabe qué ropa ponerse. Debe ser por eso que yo nunca sé cuándo estoy en el otoño. Si no hace frío pienso que es verano y si no hace calor pienso que es invierno. Y resulta que era el otoño. Yo tengo ropa para invierno, verano y primavera, pero me parece que no me va a servir para el otoño. Donde está mi papá llegó justo ahora el otoño y él me escribió que está muy contento porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías.


BEATRIZ (Los aeropuertos). Mario Benedetti, del libro Primavera con una esquina rota

El aeropuerto es un lugar al que llegan muchos taxis y a veces está lleno de extranjeros y revistas. En los aeropuertos hace tanto frío que siempre instalan una farmacia para vender remedios a las personas propensas. Yo soy propensa desde chiquita. En los aeropuertos la gente bosteza casi tanto como en las escuelas. En los aeropuertos las valijas siempre pesan veinte kilos así que podrían ahorrarse las balanzas. En los aeropuertos no hay cucarachas. En mi casa sí hay porque no es aeropuerto. A los jugadores de fútbol y a los presidentes siempre los fotografían en los aeropuertos y salen muy peinados, pero a los toreros casi nunca y mucho menos a los toros. Será porque a los toros les gusta viajar en ferrocarril. A mí también me gusta muchísimo. Las personas que llegan a los aeropuertos son muy abrazadoras. Cuando una se lava las manos en los aeropuertos quedan bastante más limpias pero arrugaditas. Yo tengo una amiguita que roba papel higiénico en los aeropuertos porque dice que es más suave. Las aduanas y los carritos para equipaje son las cosas más bellas que tiene el aeropuerto. En la aduana hay que abrir la valija y cerrar la boca. Las azafatas caminan juntas para no perderse. Las azafatas son muchísimo más lindas que las maestras. Los esposos de las azafatas se llaman pilotos. Cuando un pasajero llega tarde al aeropuerto, hay un policía que agarra el pasaporte y le pone un sello que dice Este niño llegó tarde.
Entre las cosas que a veces llegan al aeropuerto está por ejemplo mi papá. Los pasajeros que llegan siempre les traen regalos a sus hijitas queridas pero mi papá que llegará mañana no me traerá ningún regalo porque estuvo preso político cinco años y yo soy muy comprensiva. Nosotros frecuentamos los aeropuertos sobre todo cuando viene mi papá. Cuando el aeropuerto está de huelga, es mucho más fácil conseguir taxi para el aeropuerto. Hay algunos aeropuertos que además de taxis tienen aviones.
Cuando los taxis hacen huelga los aviones no pueden aterrizar. Los taxis son la parte más importante del aeropuerto.


Los pocillos. Mario Benedetti, del libro Montevideanos.

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.

"No."

"¿Querés que te sea sincero?"

"Claro."

"Me parece una idiotez de tu parte."

"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."

"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.

Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."

"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.

"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, apropósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."

"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."

"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."


BEATRIZ (Los rascacielos). Mario Benedetti, del libro Primavera con una esquina rota

            El singular se escribe rascacielos y el plural también se escribe rascacielos. Pasa lo mismo que con escarbadientes. Los rascacielos son edificios con muchísimos cuartos de baño. Eso tiene la enorme ventaja de que miles de gentes pueden hacer pichí al mismo tiempo. Los rascacielos poseen además otras ventajas. Por ejemplo tienen ascensores con mareos. Los ascensores con mareos son muy modernos. Los edificios viejísimos no tienen ascensores o sólo tienen ascensores sin mareos y la gente que vive o trabaja allí se muere de vergüenza porque son muy atrasados.
            Graciela o sea mi mami trabaja en un rascacielos. Una vez me llevó a su oficina y fue la única vez que hice pichí en un rascacielos. Es bárbaro. El rascacielos de Graciela tiene un ascensor con mareos totalmente importado y por eso a mí me revuelve muchísimo el estómago. El otro día hice el cuento en la clase y todos los niños se murieron de envidia y querían que los llevara al ascensor con mareos del rascacielos de Graciela. Pero yo les dije que era muy peligroso porque ese ascensor va rapidísimo y si una saca la cabeza por la ventanilla se puede quedar sin cabeza. Y ellos lo creyeron, si serán bobos, mire si los ascensores de rascacielos van a ser tan atrasados como para tener ventanillas.
            Cuando hay un apagón en los ascensores de rascacielos cunde el pánico. En mi clase cuando llega la hora del recreo cunde la alegría. El verbo cundir es un hermoso verbo.
Además de ascensores con mareos los rascacielos tienen porteros. Los porteros son gordos y jamás podrían subir por la escalera. Cuando los porteros adelgazan no les permiten seguir trabajando en los rascacielos pero tienen la oportunidad de ser taxistas o jugadores de fútbol.
            Los rascacielos se dividen en rascacielos altos y rascacielos bajos. Los rascacielos bajos tienen muchísimos menos cuartos de baño que los rascacielos altos. A los rascacielos bajos también se les llama casas, pero tienen prohibido tener jardín. Los rascacielos altos hacen mucha sombra, pero es una sombra distinta a la de los árboles. A mí me gusta más la sombra de los árboles, porque tiene manchitas de sol y además se mueve. En la sombra de los rascacielos cunden las caras serias y la gente que pide limosna. En la sombra de los árboles cunden los pastitos y los bichitos de San Antonio.
            Yo pienso que allí donde está mi papá, a última hora de la tarde debe cundir la tristeza. A mí me gustaría mucho que mi papá pudiera por ejemplo visitar el rascacielos donde trabaja Graciela o sea mi mami.


Beatriz (La polución). Mario Benedetti, del libro Primavera con una esquina rota.

Dijo el tío Rolando que esta ciudad se está poniendo imbancable de tanta polución que tiene. Yo no dije nada para no quedar como burra pero de toda la frase sólo entendí la palabra ciudad. Después fui al diccionario y busqué la palabra imbancable y no está. El domingo, cuando fui a visitar al abuelo le pregunté qué quería decir imbancable y él se río y me explicó con buenos modos que quería decir insoportable. Ahí sí comprendí el significado porque Graciela, o sea mi mami, me dice algunas veces, o más bien casi todos los días, por favor Beatriz por favor a veces te pones verdaderamente insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde me lo dijo, aunque esta vez repitió tres veces por favor por favor por favor Beatriz a veces te pones verdaderamente insoportable, y yo muy serena, habrás querido decir que estoy imbancable, y a ella le hizo gracia, aunque no demasiada pero me quitó la penitencia y eso fue muy importante. La otra palabra, polución, es bastante más difícil. Esa sí está en el diccionario. Dice, polución: efusión de semen. Qué será efusión y qué será semen. Busqué efusión y dice: derramamiento de un líquido. También me fijé en semen y dice: semilla, simiente, líquido que sirve para la reproducción. O sea que lo que dijo el tío Rolando quiere decir esto: esta ciudad se está poniendo insoportable de tanto derramamiento de semen. Tampoco entendí, así que la primera vez que me encontré con Rosita mi amiga, le dije mi grave problema y todo lo que decía el diccionario. Y ella: tengo la impresión de que semen es una palabra sensual, pero no sé qué quiere decir. Entonces me prometió que lo consultaría con su prima Sandra, porque es mayor y en su escuela dan clase de educación sensual. El jueves vino a verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba Graciela, esperó con muchísima paciencia que se fuera a la cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averigüé, semen es una cosa que tienen los hombres grandes, no los niños, y yo, entonces nosotras todavía no tenemos semen, y ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen sólo tienen los hombres cuando son viejos como mi padre o tu papi el que está preso, las niñas no tenemos semen ni siquiera cuando seamos abuelas, y yo, qué raro eh, y ella, Sandra dice que todos los niños y las niñas venimos del semen porque este liquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y Sandra estaba contenta porque en la clase había aprendido que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue Rosita yo me quedé pensando y me pareció que el tío Rolando quizá había querido decir que la ciudad estaba insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que tenía. Así que fui otra vez a lo del abuelo, porque él siempre me entiende y me ayuda aunque no exageradamente, y cuando le conté lo que había dicho tío Rolando y le pregunté si era cierto que la ciudad estaba poniéndose imbancable porque tenía muchos espermatozoides, al abuelo le vino una risa tan grande que casi se ahoga y tuve que traerle un vaso de agua y se puso bien colorado y a mí me dio miedo de que le diera un patatús y conmigo solita en una situación tan espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y cuando pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que tío Rolando había dicho se refería a la contaminación atmosférica. Yo me sentí más bruta todavía, pero enseguida él me explicó que la atmósfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas fábricas y automóviles todo ese humo ensucia el aire o sea la atmósfera y eso es la maldita polución y no el semen que dice el diccionario, y no tendríamos que respirarla pero como si no respiramos igualito nos morimos, no tenemos más remedio que respirar toda esa porquería. Yo le dije al abuelo que ahora sacaba la cuenta que mi papá tenía entonces una ventajita allá donde está preso porque en ese lugar no hay muchas fábricas y tampoco hay muchos automóviles porque los familiares de los presos políticos son pobres y no tienen automóviles. Y el abuelo dijo que sí, que yo tenía mucha razón, y que siempre había que encontrarle el lado bueno a las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y la barba me pinchó más que otras veces y me fui corriendo a buscar a Rosita y como en su casa estaba la mami de ella que se llama Asunción, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las plantas y entonces yo muy misteriosa, vas a decirle de mi parte a tu prima Sandra que ella es mucho más burra que vos y que yo, porque ahora sí lo averigüé todo y nosotras no venimos del semen sino de la atmósfera.

 
Puntero izquierdo. Mario Benedetti, del libro Montevideanos

A Carlos Real de Azúa

            Vos sabés las que se arman en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no acordate del campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que estuvo hinchándola desde el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde, no pudo disparar por la uña encarnada. Y si no acordate de aquella canchita de mala muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el esqueleto al pobre Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la loca de escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de Cuchilla Grande, que mandaron al nosocomio al back del Catamarca, y todo porque le habían hecho al capitán de ellos la mejor jugada recia de la tarde. No es que me arrepienta, ¿sabés? de estar aquí en el hospital, se lo podés decir con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para poder jugar más allá de Propios hay que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado aquella final contra el Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años y me parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba germinando, correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y cuatro de la segunda etapa, y yo que la veo venir y la coloco tan al ángulo que el golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó despatarrado, mandándose la parte porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te parece haber aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yí, donde ellos tenían el juez, los línema y una hinchada piojosa que te escupía hasta en los minutos adicionados por suspensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te gritaban: ¡Yí! ¡Yí! ¡Yí! como si estuvieran llorando, pero refregándole de paso el puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera porque si no te tapaban. Lo que yo digo es que así no podemos seguir. 0 somos amater o somos profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible y no preciso que me pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar entienden ni entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafioso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero izquierdo de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que cuando perdiéramos la final él me iba arreglar el pase para el Everton. Ahora vos calculá lo que representa un pase para el Everton, donde además de don Amílcar que después de todo no es más que un cafisho de putas pobres, está nada menos que el doctor Urrutia, que ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Talleres al entreala de ellos. Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábrica ya estoy viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te aseguro que me habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar. A mí me daba risa tanta delicadeza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender un club demasiado díscolo, te juro que dijo díscolo, y eso no convenía a los sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el Everton hacía dos años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascendiera otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el asunto es grave y el coso supo con quien trataba. Me miró que parecía una lupa y yo le aguanté a pie firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más remedio que reírse y me hizo una bruta guiñada y que era una barbaridad que una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en esa fábrica. Yo pensé te clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autónomo. Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición social. Pero el hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las cifras. Graso error. Allí no más le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos sabían que yo era el hombre gol, así que los pases vendrían a mí como un solo hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas desviado o pegar en la tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a dar cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias, porque era un tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadamente si también Murias iba a entrar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto era diametralmente mío. Pero después en la cancha lo de Murias fue una vergüenza. El pardo no disimuló ni medio: se tiraba como una mula y siempre lo dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque en un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado. Yo veía de lejos tirándose de palo a palo al meyado Valverde que es de esos idiotas que rechazan muy pitucos cualquier oferta como la gente, y te juro por la vieja que es un amater de órdago, porque hasta la mujer, que es una milonguita, le mete los cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se rompía y se le tiraba a los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro que hace tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contagiás y sentís algo dentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del córner como cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres menos (porque al Tito también lo echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso. Dos o tres veces me la dejé quitar, pero, ¿sabés?, me daba un dolor bárbaro porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar agua sudando y los otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego, Allí el entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé que eso me venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre-gol y no se notaría tanto si tiraba como la mona. Así y todo me mandé dos boleos que pasaron arañando el palo y estaba quedando bien con todos. Pero cuando me corrí y se la pasé al ñato Silveira para que entrara él y ese tarado me la pasó de nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la tierra porque si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces mientras yo hacía que me arreglaba los zapatos el entrenador me gritó a lo Tittarufo: «¿Qué tenés en la cabeza? ¿Moco?» Esto, te juro, me tocó aquí adentro, porque yo no tengo moco y si no preguntale a don Amílcar, él siempre dijo que soy un puntero inteligente porque juego con la cabeza levantada. Entonces ya no vi más, se me subió la calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le mandé un zapatillazo que te lo bogliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusivamente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente como aviso de Rider y recién entonces me di cuenta que me había enterrado hasta el ovario. Los otros me abrazaban y gritaban: «¡Pa los contras! », y yo no quería dirigir la visual hacia donde estaba don Amílcar con el doctor Urrutia, o sea justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a ¡legarme un kilo de putiadas, en las que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ronquera con bíter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso porque entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro. A mí no me tocaron porque me reservaban de postre. Después quise recuperar puntos y pasé a colaborar con la defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban otro. Difícil, dijo Cañete. 1, enfermera que me trata como al rey Farú y que tiene como ya lo habrás jalviado, su bruta plataforma electoral, dice que tengo para un semestre. Por ahora no está mal, porque ella me sube aúpa para lavarme ciertas ocasiones y yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser después; el período de pases ya se acaba, sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le dijeron a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio que bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el puesto en Talleres como me había prometido.


Se acabó la rabia. Mario Benedetti, del libro Montevideanos.

Aunque la pierna del hombre apenas se movía, Fido, debajo de la mesa, apreciaba grandemente esa caricia en los alrededores del hocico. Esto era casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada directamente de las manos del amo. Hacía ya dos años que, en contra de su vocación y de su contextura (patas gruesas y firmes, cogote robusto, orejas afiladas), Fido se había convertido en un perro de apartamento, condición que parecía avenirse mejor con los cuzcos afeminados, histéricos y meones, que desprestigiaban el segundo piso.
Fido no pertenecía a una raza definida, pero era un animal disciplinado, consciente, que por lo general aplazaba sus necesidades hasta el mediodía, hora en que lo sacaban a la vereda para que efectuara su revista de árboles. Sabía, además, cómo aguantarse en dos patas hasta recibir la orden de descanso, traer el diario en la boca todas las mañanas, emitir un ladrido barítono cuando sonaba el timbre y servir de felpudo a su dueño y señor cuando éste volvía del trabajo. Pasaba la mayor parte del día echado en un rincón del comedor o sobre las baldosas del cuarto de baño, durmiendo o simplemente contemplando el verde sedante de la bañera.
Por lo general, no molestaba. Cierto que no sentía un afecto especial hacia la mujer, mas como era ella quien se preocupaba de prepararle el sustento y de renovarle el agua, Fido hipócritamente le lamía las manos alguna vez al día, a fin de no perturbar servicios tan vitales. Su preferido era, naturalmente, el hombre, y cuando éste, después de almorzar, acariciaba la nuca o la cintura o los senos de la mujer, el perro se agitaba, celoso y receloso, en el rincón más sombrío del comedor.
Los grandes momentos del día eran, sin duda: las dos comidas, el paseo diurético por la vereda, y especialmente, este solaz después de la cena, cuando el hombre y la mujer charlaban, distraídos, y él sentía junto al hocico el roce afectuoso de los pantalones de franela.
Pero esta noche Fido estaba extrañamente inquieto. El golpeteo de la cola no era, como en otras sobremesas, una señal de mimo y reconocimiento, una treta habitual de perro viejo. En esta noche el pasado inmediato pesaba sobre él. Una serie de imágenes, bastante recientes, se habían acumulado en sus ojitos llorosos y experimentados. En primer término: el Otro. Sí, una tarde en que estaba solo en el apartamento, durmiendo su siesta frente a la bañera, la mujer llegó acompañada del Otro. Fido había ladrado sin timidez, se había comportado como un profeta. El tipo lo había llamado repetidas veces en un falsete cariñoso, pero a él no le gustaban ni aquellos cortantes pantalones negros ni el antipático olor del hombre. Dos o tres veces pudo dominarse y se acercó husmeando, pero al final se había retirado a su rincón del comedor, donde el olor de la frutera era más fuerte que el del intruso.
Esa vez la mujer sólo había hablado con el Otro, aunque se había reído como nunca. Pero otro día en que ella estaba sola con Fido y apareció el tipo, se habían tomado de las manos y terminaron abrazándose. Después, aquella cara redonda, con bigote negro y ojos saltones, apareció cada vez con más frecuencia. Nunca pasaban al dormitorio, pero en el sofá hacían cosas que le traían a Fido violentas nostalgias de las perritas de cierta chacra en que transcurriera su cachorrez.
Una tarde -quién sabe por qué- volvieron a notar su presencia. Desde el comienzo, Fido había comprendido que no debía acercarse, que los ladridos proféticos del primer día no podían repetirse. Por su propio bien, por la continuidad de los servicios vitales, por el ansiado paseo a la vereda. No lamía la mano de nadie, pero tampoco molestaba. Y, sin embargo, ellos habían advertido su presencia. En realidad, fue la mujer, y era natural, porque con el tipo no tenía nada en común. Acaso ella tuvo especial conciencia de que el perro existía, de que estaba presente, de que era un testigo, el único. Fido no tenía nada que reprocharle, mejor dicho, no sabía que tenía algo para reprocharle pero estaba allí, en el baño o en el comedor, mirando.
Y bajo esa mirada húmeda, lagañosa, la mujer acabó por sentirse inquieta y no tardó en ser atrapada por un odio violento, insoportable.
Naturalmente, poco de esto había llegado a Fido. Pero una cosa lo alcanzaba y era el rencor con que se le trataba, la desusada rabia con que se admitía su obligada vecindad.
Y ahora que recibía la diaria cuota de afecto, ahora que sentía junto al hocico el roce y el olor preferidos, se sabía protegido y seguro. Pero, ¿y después? Su problema era un recuerdo, el más cercano. Hacía un día, dos, tres -un perro no rotula el pasado- el tipo había tenido que irse con apuro (¿por qué?) y había dejado olvidada la cigarrera, una cosa linda, dorada, muy dura, sobre la mesita del living.
La mujer la había guardado, también con apuro (¿por qué?) bajo una cortina de la despensa. Y allí, no bien estuvo solo, fue a olfatearla Fido. Aquello tenía el olor desagradable del tipo, pero era dura, metálica, brillante, una cosa cómoda de lamer, de empujar, de hacer sonar contra las tablas del piso.
La pierna del hombre no se movió más. Fido entendió que por hoy la fiesta había concluido. Perezosamente fue estirando las patas y se levantó. Lamió todavía un pedacito de tobillo que estaba al descubierto, entre el calcetín raído y el pantalón. Después se fue sin gruñir ni ladrar, con paso lento y reumático, a su rincón tranquilo.
Pero sucedió entonces algo inesperado. La mujer entró al dormitorio y regresó en seguida. Ella y el hombre hablaron, al principio relativamente calmos, después a los gritos. De pronto la mujer se calló, descolgó el saco de la percha, se lo puso a los tirones y -sin que el hombre hiciera ningún ademán para impedirlo- salió a la calle, dando un portazo tan violento que el perro no tuvo más remedio que ladrar.
El hombre quedó nervioso, concentrado. A Fido se le ocurrió que éste era el momento. Nada de venganza; en realidad, no sabía qué era. Pero el instinto le indicaba que éste era el momento.
El hombre estaba tan ensimismado, que no advirtió en seguida que el perro le tiraba de los pantalones. Fido tuvo que recurrir a tres cortos ladridos. Su intención era clara y el hombre, después de vacilar, lo siguió con desgano. No fue muy lejos. Hasta la despensa. Cuando el perro apartó la cortina, el hombre sólo atinó a retroceder, después se agachó y recogió la cigarrera.
En realidad, Fido no esperaba nada. Para él, su hallazgo no tenía demasiada importancia. De modo que cuando el hombre dio aquel bárbaro puñetazo contra la pared y se puso a gritar y a llorar como un cuzco del segundo piso, no pudo menos que, también él, retroceder asustado ante la conmoción que provocara. Se quedó silencioso, pegado al marco de la puerta, y desde allí observó cómo el hombre, con los dientes apretados, gritaba y gemía. Entonces decidió acercarse y lamerlo con ternura, como era su deber.
El hombre levantó la cabeza y vio aquel rabo movedizo, aquel cargoso que venía a compadecerlo, aquel testigo. Todavía Fido jadeó satisfecho, mostrando la lengua húmeda y oscura. Después se acabó. Era viejo, era fiel, era confiado. Tres pobres razones que le impidieron asombrarse cuando el puntapié le reventó el hocico.


Beatriz (una palabra enorme). Mario Benedetti, del libro Primavera con una esquina rota.

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartilla mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra; justificado.
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.
Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mi me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarle Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.
O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que casi es un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?